
La existencia de un signo no depende de si estamos hablando de un ser humano, un ave o una bacteria. Los signos son siempre elementos materiales de los que se deriva un significado. Este significado puede implicar, en algunos casos, una acción programada, aprendida o que llega a ser habitual. Quizás una de las diferencias más marcadas entre la semiótica clásica y la biosemiótica es que los signos dependen de la interpretación en el primer caso y de instintos o conductas en el segundo; en otros términos, que la semiótica clásica implica que hablemos de mentes y cerebros, esencialmente humanos, mientras que en la biosemiótica hablamos de cerebros no humanos, sistemas nerviosos o conexiones de diversos seres, y de los grandes protagonistas de la vida: las células.
En el caso de la imagen de arriba, un polluelo de gaviota argéntea picotea el área roja del pico de su padre, para que éste regurgite el alimento. El área roja es el signo que desencadena la conducta del polluelo, pero ¿este interpreta el rojo o solo actúa por instinto ante una variación particular del espectro visible? El polluelo tiene un cerebro, al menos, no tenemos una duda fundada de lo contrario, sin embargo, el hecho de que pueda interpretar implicaría que tuviera, además, una mente que le permita saber lo que significa y no solo actuar en consecuencia al estímulo. En cualquier caso, existen códigos que median los instintos y formas de interpretación del mundo, desde el código genético al código moral. Por supuesto, hay un riesgo de caer en una falacia categorial, pero debemos recordar que un código es solo una partitura para la acción: «si ves el rojo, picotea y obtendrás alimento», «si ves el rojo, detén tu auto y no cometerás una infracción».